Lisboa es mítica, sin duda. El colorido de sus barrios, sus tradicionales tranvías, ese olor mitad agua salada, mitad agua dulce, la constante cadencia del fado... Son muchas las cosas que hacen que ésta sea una ciudad mágica.
Conocí Lisboa cuando era una adolescente, en un viaje de fin de curso del que guardo muy buenos recuerdos. Pero esta vez era una ciudad diferente, más señorial, más antigua, más de río y menos de mar. Y en este viaje, probé además, cómo sería si uno abre un libro de cuentos, de esos de cuando eras pequeño, y te caes dentro...
Cuando era pequeña, leí acerca de este palacio en un libro de texto y me fascinó, desde entonces quise conocerlo. El príncipe Fernando II de Portugal lo mandó construir en 1836. Se sitúa en una escarpada montaña
Todo un capricho real, que por suerte hoy podemos conocer todos. Pero a pesar de las ganas que tenía de ver este palacio, no me impreisonó tanto como los parajes que lo rodean.
Nadie me advirtió de lo magnífico del Parque da Pena, así que casi desde el primer momento me sentí como en un estado parecido a lo que algunos llaman síndrome de Stendhal. Tan maravillada estaba que ni siquiera fui capaz de tomar fotografías del paisaje... Mejor, quizá. Prefiero que se conserve en mi memoria mezclado con esa sensación de estar presa en un cuento...
Si alguna vez vais a Lisboa, os recomiendo que conozcáis las maravillas de Sintra. Merece la pena.